1 de agosto de 2012


Habrá que plantear que, tal vez, no existe el no-loco.  Como sugiere el filósofo René Major: “si deduzco que existo a partir del hecho de que pienso (por incierto que sea el sujeto que así se enuncia) nada me asegura que no esté loco”. En la locura hay pensamiento y, más aún, el pensamiento no es pensable sin la posibilidad de su enloquecimiento. Freud no vacila en reconocer esto cuando escucha el delirio del presidente Schreber, ya que el delirio está hecho de razón tanto como sus construcciones psicoanalíticas... “el futuro tendrá que decidir si hay más delirio en mi teoría que el que estoy dispuesto a admitir, o si en el delirio de Schreber hay más verdad que la que uno cree” concedería Freud en 1911. Pero para la psiquiatría positivista, la sinrazón representa no sólo el otro genio maligno de Descartes que exilia al hombre de la verdad del mundo, sino también, aquello que encanta hasta el desencantamiento extremo esta verdad sobre él mismo, que añade un nuevo “inconsciente”, un imposible o la incertidumbre como principio.

El lugar de Freud en la historia de la locura –acierta Jacques Derrida- no es solamente el del artífice de un dispositivo técnico o artefacto bisagra; tendrá la figura ambigua de un portero, introduce en una nueva época de la locura, la nuestra, y representa también, el mejor guardián de una época que se cierra con él.

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